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Feroes: Las islas del fin del Mundo

Capitulo 5

Nuestro destino de hoy es un lugar exigente y lleno de emociones, nos vamos hasta Kalsoy, la isla donde “murió” James Bond.


Para llegar hasta Kalsoy hay que recorrer un largo trecho en coche, atravesar túneles bajo el mar, tomar un ferry y una vez en la isla, un autobús, y caminar un largo rato para llegar a una de las localizaciones estrella (que no mejores) de este archipiélago danés.


Una de las localizaciones que buscamos es un recóndito faro donde se realizó la que en opinión de National Geographic fue la mejor foto del mundo y que por su situación, prometía ser un reto tanto físico como técnico para nosotros…y así lo fue.


La subida al ferry ya fue una experiencia por sí misma, pero la navegación fue sublime…nunca antes viví una experiencia igual: al salir del pequeño puerto una “boina” densa de nubes muy bajas no dejaba ver el cielo azul pero sí, un horizonte despejado, limpio y azul eléctrico.

Tras unos minutos de navegación, a proa, se levantaba un grueso y en apariencia inexpugnable telón desde el mar a modo de muro que realmente daba cierto temor por parecer que estábamos inmersos en una película de ficción. La impresión era que al entrar nuestro pequeño barco en este denso telón de nubes seríamos irremisiblemente transportados a otro espacio-tiempo.



Afortunadamente el mar era como una balsa de aceite, todos los que navegábamos en el escueto “cascarón” veíamos como nos acercábamos lenta pero inexorablemente a ese muro de vapor aparentemente impenetrable que nos “cortaba” el paso.



Al entrar, la visión dentro de “la nube” era nula, es decir, yo no veía mis manos, y esa sensación no deja de crear un “agobio” considerable, el barco parecía haberse detenido (era una apreciación) y repentinamente se hizo el silencio entre el pasaje.

Sólo se escuchaba el sonido sordo del motor de gasoil del barco y a pesar de que había una luz mortecina y clara a nuestro alrededor, no había posibilidad de divisar absolutamente nada.

Por un momento, mi mente me traslada a la obra de Melville y su barco ballenero Pequod, comandado por el capitán Ahab en busca a la mole marina que le atormenta, Moby- Dyck, durante las travesías en las que la niebla envolvía la nave. Casi repentinamente, nuestro barco sale de la niebla a un mar y cielo absolutamente limpio, claro y de un azul prístino y limpio que nos sacó de esa sensación de asfixia mental dejando frente a nosotros la visión de una isla verde, escarpada e intimidadora más digna de una película de dinosaurios que de un paisaje terreno…estamos en Kalsoy.


Kalsoy nos recibe en un pequeño pantalán donde nuestro ferry nos “escupe” para desde allí, tomar un bus que nos lleva por paisajes increíbles, nos introduce por túneles mega estrechos donde la pericia del conductor, nos salva de más de un susto donde los espejos y laterales del vehículo parece se van a “despachurrar” en las aristas de los mismos de un momento a otro.


Escasos veinte minutos nos separan desde el puerto hasta nuestro destino y una vez allí, el bus nos deja en una mínima población rodeada de interminables paredes montañosas cubiertas de un “césped” que muchos estadios deportivos envidiarían iluminados por un sol radiante y casi cegador que hace incluso difícil tomar una imagen “razonable” por la extrema dureza de la luz reinante.




Atacamos la inclinada pendiente que nos separa de nuestro destino con decisión e inquietud ya que algunos viajeros con los que nos cruzamos, nos comentan que el faro está literalmente “hundido” en la más absoluta de las invisibilidades ahogado por una densísima niebla.


A medida que subimos, el sol va naufragando en la niebla, el calor que picaba al bajar del ferry desaparece para ser sustituida por una brisa fría que después, se transforma en viento húmedo y helado que nos corta la cara y nos obliga a tirar de gorro, pasamontaña, guantes y a apretar el paso.


No tenemos visión a más de cuatro/cinco metros, los compañeros de viajes que bajaron con nosotros han desaparecido en la niebla y caminamos decidida pero difícilmente hacia el faro que no vemos en absoluto pero que poco a poco, adivinamos cercano por el sonido de las voces de los aventureros que ya han llegado al objetivo.


El faro no es más que un pequeño habitáculo de unos tres metros de altura rodeado de placas solares para darle servicio. Está emplazado en un pináculo rocoso sobre un acantilado que cae a pico unos doscientos metros hasta el mar, por lo que ante la absoluta falta de visión, decidimos sentarnos al pie del faro a esperar que la niebla se disipara ya que un paso en falso sería sin duda fatal.




Pocos son los que hemos llegado, todos sentados junto al faro sin atrevernos a dar un paso, pero a medida que pasan los minutos y las horas, los valientes somos menos. Cuatro horas después, sólo quedamos un aguerrido italiano, dos alemanes, una canadiense y nosotros que buscábamos el mismo fin: reproducir esa imagen catalogada como la más espectacular del mundo y disfrutar de una visión, aparentemente colosal.


Tras cuatro horas de interminable espera (el último ferry salía una hora después) se atisba un leve claro que avanza desde el mar en nuestra dirección. Todos saltamos como un resorte, todos sabíamos que para hacer la foto, era necesario atravesar un angosto sendero de escasamente 50 centímetros de anchura que nos separa de un abismo sin aparente final a ambos lados del mismo y por el que hay que transitar temerariamente hasta otro pináculo a unos cincuenta metros del faro y de no más de 10 metros cuadrados batido por un viento inmisericorde que aúlla con fuerza y hace que las aves marinas que nos rodean, sean incapaces de moverse de las rocas escarpadas que se extienden a nuestros pies. Ese es el lugar casi de pesadilla desde donde hacer la icónica foto.




El claro meteorológico llega y nos descubre otro espectáculo natural de carácter épico, solo dos “osados o zumbados” (el italiano y yo) nos atrevemos de manera imprudente, a recorrer ese sendero mortal hasta el peñasco y quedamos abrumados e incluso paralizados durante unos segundos al presenciar tan excelso espectáculo: un inmenso azul e inmaculado Atlántico Norte que rodea nuestro peñasco doscientos metros abajo rompiendo con fuerza sobre la roca y frente a nosotros, el faro y una descomunal mole de roca que se alza más de cuatrocientos metros de altura para caer a pico sobre el océano infinito.


Escasos cuatro minutos es lo que nos da la niebla para inmortalizar tal escenario, la luz no es la adecuada pero sin dudarlo, disparamos nuestras cámaras y saltamos rápidamente al angosto sendero no sin antes abrazarnos como dos cazadores que abaten una presa luchada y deseada: si la niebla vuelve a envolvernos, sería imposible o al menos muy difícil, volver a tierra firme.

Al llegar de nuevo al faro, miramos atrás y el peñasco ha desaparecido al igual que el sendero que ha sido engullido por la espesa, húmeda y fría niebla que ha vuelto para quedarse, una sensación de éxtasis nos inunda y de nuevo el italiano y yo nos abrazamos como si de antiguos amigos se tratase tras conseguir algo épico…



Es hora de volver rápidamente al ferry, solo quedan 40 minutos para que zarpe del puerto y nos queda un buen trecho, en este caso y afortunadamente, de bajada no sin antes visitar la famosa lapida del incombustible agente secreto más famoso de la historia…Bond, James Bond.



Envueltos en la niebla y con el viento golpeando nuestras caras, seguimos un casi invisible sendero bordeando el peligroso acantilado hasta atisbar una sombra, un elemento que sobresale extrañamente del verde suelo que tapiza la ladera: es la lápida de granito negro que señala el lugar donde Bond fue “aparentemente” asesinado en su última aventura, una lapida que como elementos extraordinarios cuenta con la forma en la que llego hasta aquí y su epitafio: “la verdadera función del hombre es vivir, no existir” una frase que resume (en mi caso), la esencia misma de la vida y que pocos, muy pocos ponen en práctica.

El descenso es rápido por la empinada ladera dejando atrás y muy arriba la bufanda de niebla que oculta el lugar de dónde venimos para mostrarnos limpiamente, el pueblo donde horas antes nos había dejado el bus y desde donde partiríamos de nuevo en busca de un último ferry que en caso de perder, nos dejaba en una posición incierta ya que en esta parte de la isla, no hay alojamiento conocido.




Al llegar jadeantes a la parada del bus, con sorpresa encontramos a la viajera canadiense que habíamos conocido en el faro, una chica agradable que viaja sola por el mundo y que aunque escasa en palabras, se ofrece a llevarnos en su auto de alquiler al italiano y a nosotros dos al puerto desde donde juntos tomaríamos el último ferry.


El ofrecimiento nos llena de alegría, la vida te cambia para bien o para mal en un solo segundo y los cuatro viajeros abandonamos este recóndito, espectacular y misterioso enclave para juntos llegar a tiempo para tomarnos el “fish and chips” más delicioso que probé jamás, servido por un matrimonio feroés en un pintoresco remolque “anclado” (el viento es tan fuerte aquí, que el pequeño remolque se encuentra literalmente anclado a enormes bloques de hormigón para que no sea “barrido” del escueto pantalán) que nos comentan que es de un pescado que solo habita esos mares, de carne impecablemente blanca y sin espinas rebozado en una masa fina y crujiente que junto a unas deliciosas patatas recién fritas y una muy fría coca cola, nos sabe a gloria y de nuevo, esa sensación repetida de querer parar esos instantes mágicos, gloriosos, imperecederos que tenemos la certeza que jamás volverán y que aún le dan mucho más valor al instante.




La vuelta en el ferry es tranquila y una hermosa y limpia luz nos inunda a medida que bordeamos las escarpadas orillas que nos flanquean a ambos lados mostrando nuestra embarcación, como un minúsculo e indefenso elemento extraño ante tanta naturaleza salvaje, prístina, inamovible desde hace una miríada de siglos y donde nosotros somos los intrusos molestos e indeseables que poco a poco, vamos devorando, mancillando, violando y esquilmando esa belleza salvaje que creemos nos pertenece sin caer en la cuenta de que la naturaleza no necesita al hombre para nada y que sin embargo el hombre sin ella no será nada.


Ya en casa y tras varios días sin conocer la oscuridad de la noche, nuestros biorritmos se encuentran absolutamente descontrolados. Son las 12 de la noche y el Sol aún está sobre la línea del ocaso. Necesitamos dormir, estamos agotados e intento tapar puertas y ventanas con todo lo que encuentro: camisetas, toallas, mantas, cartones…Desesperado termino por hacerme un antifaz con lo primero que pillo y lentamente…me quedo dormido.



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